Por D. Diego Pérez Gondar, Capellán de FP del Colegio Montecastelo
Dice Benedicto XVI: “En
numerosas partes del mundo existe hoy un extraño olvido de Dios. Parece que
todo marche igualmente sin Él. Pero al mismo tiempo existe también un
sentimiento de frustración, de insatisfacción de todo y de todos. Dan ganas de
exclamar: ¡no es posible que la vida sea así! Verdaderamente no” (Homilía, 21-VIII-2005). Creo que todos somos conscientes del problema.
Conocedor de la situación
que atraviesa occidente, el Papa ha convocado un año de la fe. Hay que
empezar una nueva evangelización, redescubriendo nuestra fe. Todo cristiano
debe plantearse una profunda conversión a Dios. Todos debemos revisar el estado
de las raíces que nos suministran la savia imprescindible para la vida.
A los 50 años del Concilio
Vaticano II y a los 20 de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica,
el Papa nos convoca a un año de oración, estudio y reflexión de nuestras raíces
cristianas. Sólo un cambio en los que nos decimos ser discípulos de Cristo, puede
arreglar esta sociedad nuestra tan malograda.
Será un año de gracia, con
muchas posibilidades de obtener gracias especiales a través de indulgencias que
la Iglesia facilitará. Sin embargo, nada se hace sin esfuerzo, sin trabajo.
Todos necesitamos a alguien que nos sugiera el modo concreto de vivir este año
especial. Algunas ideas: leer el Nuevo Testamento (lo podemos leer entero
dedicando 5 min diarios, robados a la tele o a internet, durante 8
meses), estudiar el compendio del Catecismo, participar en reuniones dónde se
explique de un modo ordenado nuestra fe, participar en retiros, etc… Pero lo
más importante es buscar y encontrar a Dios en nuestra vida ordinaria.
Todos
estamos muchísimo tiempo a solas con nosotros mismos. Por muy acompañados que
estemos, por muchas que sean las personas con las que nos cruzamos o convivimos
a diario, la realidad es que pasamos mucho tiempo a solas con nosotros mismo.
Esto puede suceder en un desplazamiento, durante un trabajo concreto, durante
una espera, etc. En muchos de esos instantes estamos recordando algo,
decidiendo algo futuro, imaginando situaciones o deseando algún bien o temiendo
algún mal. Muchos de esos pensamientos están motivados o modulados por los
impactos que recibimos en nuestro entorno. En la sociedad actual estamos siendo
acribillados por mensajes inconexos que buscan distinto tipo de fines.
Desgraciadamente, muchas veces, tendemos
a un monólogo interior que nos tensiona. Para los que tenemos fe no debería
caber ese monólogo solitario, aunque muchas veces inevitable.
En ese mundo interior único, que defendemos de
agresiones exteriores y que podríamos llamar intimidad, se sitúa nuestro yo más
profundo. Ahí Dios nos espera y espera que le sorprendamos con nuestro modo
único de amarle y de relacionarnos con Él.
Todo bautizado está capacitado para mantener un
diálogo continuado con su Creador y Redentor. Ese diálogo está dificultado por
muchos elementos, por ese motivo debemos esforzarnos por alimentarlo y
pedirle a Dios que nos lo regale. Fomentar en nosotros el deseo de vivir
en presencia de Dios, luchando por mantener un diálogo lleno de
confianza con nuestro Padre Dios, con Cristo Redentor y con el Espíritu Santo
santificador, debería ser un objetivo prioritario en nuestra vida. Y esto no
solo por la implicación inmediata en nuestro progreso espiritual, sino por las
consecuencias prácticas que se derivan de esa cercanía: alegría y paz;
conversión y penitencia; gracia y consuelo; firmeza en y fidelidad a
los compromisos adquiridos y fortaleza para superar las dificultades del
presente concreto.
Para tener presencia de Dios hay que buscarse
trucos: cosas que nos recuerden esas realidades últimas y profundas de nuestra
existencia y que dan sentido a lo que hacemos. Una costumbre maravillosa y
recomendada por los santos: ofrecer a Dios cada tarea que realizamos por una
intención apostólica. Otro modo es dar gracias continuamente por
todo o renovar nuestro amor a Dios pidiéndole perdón por las pequeñas
faltas cometidas o reconocerle como lo que es: Dios digno de alabanza y
adoración.
En la piedad multisecular de la Iglesia han surgido
frases sencillas, encendidas, muchas de ellas entresacadas de la Sagrada
Escritura para dirigirnos a Dios. Hay muchos cristianos que las repiten en su
interior, con o sin ruido de palabras, para fomentar ese diálogo con Dios.
Ojalá nos acostumbremos a seguir este práctico y sencillo camino de vida
interior y de trato con Dios en nuestra vida cotidiana.
Cuando uno vive en presencia de Dios procura
actuar con coherencia siguiendo los dictados de su conciencia. Además, procura
que su conciencia esté bien formada. Por eso, una de las manifestaciones
inmediatas de vivir de esta manera es que uno duerme mejor. Ya lo decía un
naturalista británico (John Ray): La buena conciencia sirve de buena
almohada. Otra consecuencia de vivir sintiendo esa cercanía de Dios
queda muy bien reflejada por el pensamiento de Alexander Solzenytsin: Quienes
viven en armonía con su conciencia muestran siempre un semblante atractivo.
¡Qué necesario es esto para nuestro mundo contemporáneo tan falto de esperanza
y optimismo! Pero, ¡ojo!, para vivir así hay que estar dispuesto a ir
contracorriente y a pensar como Cicerón, que decía: Mi conciencia tiene para
mí más peso que la opinión de todo el mundo.
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